12 marzo 2011
(por Genrus )

Ilustrar al Principito





Cursaba el 4º grado de primaria, cuando durante la clase de matemáticas el profesor arrebató el cuaderno de mi pupitre y lo miró. —¿¡Dibujitos!?— estalló.  —¿Por qué estás haciendo dibujitos en vez de los quebrados? ¡Qué irresponsabilidad! ¿Qué va a pasar contigo cuando seas adulto, y tengas un empleo? ¿Te vas a poner a hacer dibujitos también?

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Las personas mayores me aconsejaron abandonar el dibujo de serpientes boas, ya fueran abiertas o cerradas, y poner más interés en la geografía, la historia, el cálculo y la gramática.

Muchas de las personas que conozco dejaron de dibujar. Tal vez porque tenían cosas más importantes qué hacer, o quizá porque en algún momento alguien les dijo que no eran buenos dibujando, y se lo creyeron. Todos dibujábamos cuando éramos niños. No es que uno deje de dibujar porque deje de ser niño; uno deja de ser niño precisamente cuando deja de dibujar.


(I)

Conozco a dibujantes realmente prodigiosos, y los admiro. Admiro esa capacidad suya de expresar un montón de cosas con su trazo, admiro esa cualidad de llevar aquello de que 'una imagen dice más que mil palabras' hacia niveles insospechados. Conozco también el trabajo de dibujantes no tan prodigiosos, que de haber tenido el talento suficiente, quizá no habrían necesitado escribir alrededor de sus dibujos, y con ello nos habrían privado de sus maravillosos textos. El autor de Le petit prince es uno de ellos.

El Principito (incluso desde la dedicatoria) es un libro para niños; para los niños que una vez fuimos, para los niños que en ocasiones dejamos de ser. He ahí el secreto de su universalidad: amén de las culturas, lenguajes y creencias, encontramos un libro lleno de simbolismos; y es que todos alguna vez fuimos niños. Aunque nos olvidemos de ello con mucha frecuencia.

Cuando comencé a recibir dinero por ilustrar libros infantiles, me propuse que alguna vez habría una versión de El Principito con mis propias ilustraciones. Siempre estuve consciente de la magnitud de semejante reto: las acuarelas de Antoine de Saint-Exupéry están arraigadas en la memoria de la gente casi tanto como el libro mismo.


(II)

Como todo el mundo, comencé a dibujar cuando era niño. También aprendí algo de gramática y un poco (muy poquito) de matemáticas, ciencias, historia y esas cosas, pero nunca dejé de dibujar. Dibujar fue siempre para mí un acto de supervivencia. No es por las veces en que un dibujo me sacó de algún problema real (hacerle su logo a una pandilla de malvivientes de mi barrio me evitó una gran cantidad de madrizas, por ejemplo), ni por las que el poder hacerlo razonablemente bien me salvó de aceptar empleos con mucha demanda de esfuerzo físico. Hablo de todas las ocasiones en las que la realidad se portó hostil con mis expectativas, y un dibujo era una manera de corregirla: dibujos en donde yo no estaba solo todas las tardes, donde un superhéroe salvaba a la gente del terremoto, donde ninguna chica me rechazó por ser muy niño, donde los perros y los conejos viven para siempre, o donde ciertas personas soy tan reales como yo, y yo tan fantástico como ellas.

Como previamente dije, en algún momento, también dibujé para vivir. Comencé haciendo ilustraciones ocasionales para revistas y libros de texto, storyboards para televisión y cine, cosas así. Me pagaban por hacer lo que más me gusta. ¿Qué más podía pedir? Sin embargo, entre la rutina, la presión, y los caprichos de algunos editores, pasó algo que no tenía contemplado: por primera vez en la vida, comencé a dibujar con tedio. No estaba dispuesto a renunciar a mi tan socorrido salvoconducto emocional, así que di un ligero golpe de timón, y adquirí el oficio de diseñador gráfico.


(III)

No obstante todas las veces que dibujar me resultó útil en el trabajo, abandoné un poco el ritual de hacerlo por gusto, de hacerlo porque sí. Quizá necesitaba extrañarlo un poco para poder regresar a él como un asunto completamente íntimo, tal vez fue sólo la fortuna de no necesitarlo como desahogo durante un largo rato. El caso es que cuando quise volver a dibujar, me sentí atrofiado; muchos de mis colegas se habían vuelto grandes ilustradores, y yo seguía haciendo dibujitos.

Me encontré entonces con la necesidad de 'explicar' mis dibujos, y comencé a añadirles palabras; vacié una tras otra, hasta que se volvieron textos largos, textos que ahogaban al dibujo inicial en un mar de insostenibles caracteres. Pero yo no tengo madera de escritor. Así que cuando las palabras se me terminaron, quise volver a intentar un cordero, y recordé la caja con los tres agujeros. Una vez más, el dibujo vino a salvarme y a componer la realidad: incluso aquella donde ya no soy capaz de dibujar como me gustaría, pero me sigue gustando la manera en que lo hago. Ilustrar al Principito se volvió entonces cosa de todos los días.

4 Comentarios:

lll dijo...

Pues que bueno que jamás les hiciste caso y seguiste haciendo "dibujitos".

El principito ha sido un libro que me ha marcado, lo leí ya grande pero no por eso lo disfruté menos, lo que mencionas de los simbolismos universales lo sentí desde la primera hojeada que le di a ese pequeño libro...

Saludos Don G.
:D

Isela Ayala Contreras dijo...

Dudo mucho que alguna vez en tu vida hicieras dibujitos, tu eres un virtuoso y genio del diseño y mira si lo sabre yo!.

Angie Vázquez dijo...

Y yo de niña aprendí que dibujar no era lo mío. Hoy a más de 30 años sigo sin saber qué es lo mío.

No por ello dejo de admirar a quien tiene esta maravillosa habilidad.

Cebombal dijo...

admiro a la gente que puede expresar lo que siente a través de un dibujo. después de 30 años acepto que por más que no cuente con la habilidad natural para hacerlo, estoy intentando aprender, paciencia, esfuerzo y constancia dicen podría alcanzar...
al menos lo intentaré!