Mis tripas rechinaban de hambre mientras miraba a la chica al lado mío en el autobús comerse unas papas fritas. Llovía copiosamente; tras un largo camino, yo sólo esperaba llegar, comer algo caliente y dormir el resto de la tarde. El chofer se detuvo, y gritó desde su asiento: —Meu senhor, pesaroso dizer, mas Restauradores é meu último batente.— No es que Baixa quede muy lejos de allí, pero caminar bajo esa tormenta y tener que cruzar la Praça de Don Pedro, donde no hay donde guarecerse, carajo. Voy a llegar hecho sopa. ¡Qué remedio! —Obrigado. Boa tarde.—
I
Descendí, y corrí a refugiarme bajo el friso de uno de los edificios viejos que hacen esquina con el lujoso Avenida Palace; a reflexionar sobre la ruta a seguir, y a hacer un poco de tiempo por si la lluvia amainaba. Era la tarde del sábado 1º de mayo, así que todos los comercios a mi alrededor estaban cerrados, y la calle semidesierta. Los minutos pasaban, y la lluvia arreciaba. Estaba tan concentrado en mi agobio, que apenas noté cuando un perro llegó a guarecerse al sitio donde yo estaba. Estaba empapado e inmundo. Sabedor de que la mala suerte nunca llega sola, lo miré fijamente como diciéndole ¡Ni siquiera te atrevas a sacudirte! Y como si me hubiera comprendido, me miró, inclinó la cabeza hacia un costado, y se acurrucó en la columna del lado opuesto.
Una señora mayor con paraguas, botas, y un grueso impermeable llegó hasta a la entrada. Cargaba una bolsa de mandado; me hizo el ademán de que le ayudara a sostenerla mientras buscaba la llave en un llavero que tenía no menos de treinta. Al final dio con la correcta, abrió el portón, y entró hasta donde la reja del elevador. Este... ¡Señora, olvida su bolsa! Mientras buscaba también esa llave, dijo: —O que você está fazendo aqui na chuva? Entre e tomar alguma coisa quente. Seu cão pode vir também. —¿Mi perro? ¡El perro no es mío!— Pero el animal, menos tímido que yo, no se hizo del rogar, y entró confiadamente por el pasillo. Así que yo también entré.
La barroca decoración de aquella tasca del quinto piso no dejaba dudas de que sus dueños eran aficionados a la tauromaquia; José y María (no es falta de ingenio, así se llamaban) eran españoles de nacimiento. No se pusieron de acuerdo si llevaban 40 ó 50 años viviendo en Lisboa; entre que conversaban en un portuñol muy raro, y que yo estaba más concentrado en comer, tampoco puse mucha atención a lo que decían. No sé si por el hambre que traía, o porque sólo costaba 900 escudos, pero ese plato de migas de Alentejo fue el más delicioso que probé nunca. —Isto é para você, Baba—, dijo María, mientras le daba algunas sobras al perro. —¿Baba? Vaya nombrecito para un perro.
II
Eran las 9 ó 10 de la noche cuando después del segundo café, agradecí las atenciones y salí caminando hacia la Rua de Assunçao en Baixa, a buscar a Norita. Llamé a la puerta, y me abrió una mujer negra delgadísima; vestía un top y minifalda amarillos que no por breves no resaltaban muchísimo. —Boa noite, senhor. Você pode entrar, mas seu cão não é bem-vindo. ¿Eh? ¿Otra vez? No noté que Baba me había venido siguiendo. —¡Usté acá se queda!— le espeté muy seguro de mí mismo, aunque preguntándome si acaso me estaba volviendo loco por hablarle a la estopa cuadrúpeda aquella. La negra me condujo por un estrecho pasillo hasta el recibidor.
—Boa noite— le dije cortesmente a la diminuta mujer asiática que estaba detrás del mostrador. —Estoy procurando Norita.
—É ocupada agora, mas posso sugerir-lhe Sandy, uma linda morena que...
—No, no. Obrigado. Yo espero a Norita.
Me senté en un sofá de esos que parecen divanes. La decoración del lugar era un poco extraña. El mobiliario tenía cierto feeling ochentero que contrastaba notablemente con los frisos, el techo altísimo y los detalles rococó del viejo edificio. Pedí algo de beber, encendí un cigarro, y empecé a medio leer el diario del día anterior que estaba en la mesita contigua. Hora y media después, ví al fin a Norita hablando con la chica del mostrador. No estuve muy seguro al principio, pero como le dijeron que yo la buscaba, se acercó caminando hacia mí de modo provocativo, hasta que me reconoció. Noté su expresión de sorpresa.
—¿Qué haces aquí, y tomando esa porquería? ¿No que odiabas el vino verde?
—No es mi culpa. Lo demás está carísimo. Además, ¿A quién chingaos se le ocurre vender vino en botellas de 12 onzas, y taparlo con corcholatas? ¡Pensé que era cerveza!
—Vaya. Sigues tan güey como siempre.— Me abrazó.
—A mí también me da gusto verte, Norita.
Norita fue a cambiarse en lo que yo me terminaba mi vino verde; no me encanta, pero ya lo había pagado y no iba a dejarlo a la mitad. Fue hasta que la ví bajando las escaleras vistiendo zapatos de piso, jeans y sudadera holgados, y 3 kilos menos de maquillaje, que la reconocí por completo. Se hizo un chongo, y lo detuvo con un bolígrafo, como hacía desde que cursábamos la secundaria. —¿Nos vamos?
III
Insistió en invitarme a tomarnos unas cervezas en un lugar muy nice con música en vivo en Chiado. Yo tenía ganas de conversar y habría elegido un lugar menos ruidoso, pero ella tenía ganas de reventarse, de desconectarse. El lugar cerró a las 3am, y fue hasta entonces cuando caminando rumbo a su departamento, pudimos al fin conversar. El tema transcurrió tranquilamente sobre la vida, la nostalgia, los viejos amigos, en fin. Llegamos a su departamento en Gaviotas y Fernándes Tomás, que no por pequeñito y desordenado parecía menos acogedor. Abrió su alacena, sacó una botella de Tequila que estaba junto a los Corn Flakes, y sirvió dos tragos. Nos quitamos los zapatos mojados, y nos acomodamos en los cojines que la hacían de sala. Encendió un cigarro.
—Bueno, dale. Suelta la sopa. ¿Qué haces aquí? No vienes a tratar de rescatarme otra vez, ¿verdad?
—No. De hecho, me casé en agosto con Susana Santiago.
—¿Susana Santiago? ¿Zuzanita Zazá?—dijo, exagerando el seseo, y soltando una carcajada.
—Déjala en paz. Hace 5 años que no usa esos bráquets.
—Uy, lo siento. Ya mejor no pregunto cómo fue que acabaste con la... zeñora de zantacruz, pero no puedo evitar la gracia que me causa imaginar la escena: "Y tú, Susana Santiago Gómez... ¿aceptas por esposo a Rodrigo Santacruz González, y prometes bla, bla, bla? - Zí, azepto"... Entonces los declaro marido y mujer. ¿Puede besar a la novia, o le consigo un abrelatas?
Siguió bromeando y recordando las maldades que le hacían a Susana en la escuela mientras rellenaba los vasos. Notó que comencé a sentirme incómodo.
—Ya, lo siento. No me hagas caso; dejé de ver a tu mujer hace 15 años. Entonces era una adolescente pecosa con anteojos, bráquets y acné. Se debió haber puesto bien buena, seguro. Qué bueno que matrimoniaste. Era lo que querías, ¿no?
—Sí, supongo que sí.
—Uta, cuánta pasión, ¿eh? ¿Así eres pa' todo?
—Necesitaba verte, Norita. Necesitaba estar contigo.
Me bebí de golpe el resto de mi tequila. Soltó otra vez una carcajada.
—Llevas ¿Ocho? ¿Nueve meses casado, y ya necesitas reverdecer laureles? ¿Qué ya no hay putas en Sullivan?
—Yo sé a qué suena Norita, pero necesitaba despedirme de tí. Necesitaba estar contigo una vez más.
—¿Y para eso viniste hasta acá? ¿A cerrar el capítulo, algo así?
—Me quedé esperándote la vez anterior. Tenía ilusión de que aceptaras mi ofrecimiento, y regresáramos juntos, construyéramos algo juntos. Nunca llegaste.
—Nunca dije que lo haría.
—Pero tampoco que no lo harías.
Nos quedamos en silencio. —Ven—, me dijo con ternura. Apoyé la cabeza en su regazo, y tuve problemas para contener el llanto. Comenzó entonces a hablarme de la novela que estaba leyendo, de lo simpática que era la vecina del piso de abajo, del olor de los pasteles de nata la segunda (lunes) por la mañana, de los chinos que vivían hacinados en el departamento de junto, y de otras cosas sin aparente importancia. Siempre me lo hizo. Cuando apenas éramos unos adolescentes le dio un ataque de euforia durante una borrachera, y me besó. Quizá en ese momento confundí las cosas, pero siempre que quise hablarle de sentimientos, hacía exactamente eso: ponerme quieto, y hablarme de cosas triviales.
IV
Los domingos no hay feria de ladra (me encanta que le llamen 'feria de ladrones' a los tiangius), así que desperté como a la una de la tarde. Busqué algo de comer, pero en la nevera sólo había cerveza, limones agrios y barnices de uñas. Estuve husmeando un poco en sus cosas. Salvo un cd de Luis Miguel y una cajita de olinalá que usaba de alhajero, pocas cosas me parecieron reconocibles. Estuve mirando las fotos que me encontré en una caja de zapatos; todas con amigos, ciudades y situaciones que descubrí dolorosamente ajenas. Doblé la cobija que me puso, limpié el baúl que la hacía de mesita de centro, lavé trastes y ordené un poco antes de dejar el lugar.
Pedí un café para llevar en la ventana de la confitería de la esquina. Mientras esperaba, ví a Baba en la acera de enfrente. Le silbé, y vino hacia mí moviendo la cola. El señor de la barra me obsequió una galletita, y un pedazo de pan para... sí. Para mi perro. Lo miré. —¡Qué ensayado tienes eso de andar causando lástimas!— Me sentí reflejado en mis palabras. Se me escapó un suspiro. —Bueno—, le dije. —Al menos a tí sí te funciona. Caminamos hasta el muelle. Me senté en el adoquín a reflexionar mientras miraba los barcos. Baba se echó junto a mí, y comencé a rascarle la nuca. Le tuve un poco de envidia. Hacía conmigo lo mismo que yo con Norita, pero sin las chaquetas mentales.
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