Recargó su cadera en uno de los postes que sirven para asirse, para quedar con las manos libres. Se puso sus audífonos, seleccionó su playlist, y regresó el iPod a su morral (vestía unos converse, jeans holgados, una blusa blanca de algodón, y un chal. Fea no era, pero tampoco nadie que hiciera voltear las miradas).
Hasta aquí, nada digno de contarse. El problema comenzó cuando sacó una tutsi-pop (paleta, piruleta, chupetín, o como el amable lector llame al caramelo que va pegado a un palito).
Le quitó la envoltura. La llevó a sus labios, y besó la parte superior, quizá como para probar el polvo del caramelo molido (a veces durante el transporte, el caramelo se pulveriza). Asomó un poco la lengua para posar sobre ella el caramelo y luego girarlo con el palito (una actitud posesiva muy usual en los niños: si chupo todo el dulce antes de comerlo, nadie me lo robará) antes de llevárselo finalmente a la boca.
Hasta antes de que la chica abordara, los cuatro tipos que viajábamos sentados en el asiento corrido de hasta atrás nos ocupábamos de nuestros asuntos: uno hablaba por teléfono (sonaba a llamada de negocios); otro usaba unos audífonos (y tocaba una batería imaginaria); otro leía un grueso libro (del chafísima Dan Brown), y yo limpiaba mis anteojos (con vaho y el faldón de mi camisa).
La chica, natural y despreocupada se rehizo la cola de caballo; apoyó una mano en el bolsillo y dejó la otra libre para sostenerse según el trajín del vehículo, y seguirse ocupando de su paleta (jugaba con ella dentro de su boca mientras el palito que sobresalía de sus labios apuntaba en todas direcciones; lo tomaba, sacaba el caramelo, se mojaba los labios, lo volvía a introducir; lo giraba, lo recorría con la lengua una y otra vez).
La chica (que cada tanto se inclinaba un poco hacia adelante para mirar a través de la ventana y cerciorarse de que la ruta era correcta) seguía ocupándose de sus cosas (a diferencia de los cuatro tipos del asiento de atrás, que paulatinamente fuimos perdiendo el interés en lo que hacíamos) jugueteando con la paleta (cuyo recorrido podíamos adivinar mirando sus mejillas y el palito sobresaliente), hasta que (con la gracia y la plástica de una bailarina de ballet) estiró el brazo para tocar el timbre, y anunciarle al chofer su parada.
Los cuatro tipos (que sigilosos la miramos descender) continuamos (con una sobreactuada naturalidad) con lo que hacíamos (sin apartar la vista de su libro, el tipo de la orilla dijo con voz sobria: —¡Qué suerte tienen las paletas!— Todos sonreímos con complicidad. Instintivamente, miramos hacia atrás. La chica se había perdido entre el mar de gente que camina sobre la avenida de los Insurgentes). El microbús siguió con su recorrido de siempre.
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