Emocionado, empañaba los aparadores de las tiendas que están sobre la calle de Bolívar en el centro histórico, con mi novísima tarjeta de débito Serfín(1) cargada con el monto de mis recién depositadas 3 primeras quincenas vencidas. No era mucho dinero y además ya lo debía prácticamente todo; pero las compras de capricho son así, y yo iba muy dispuesto.
Amén de mi escaso presupuesto, me asomé por igual a Casa Veerkamp que a Sala Chopin; digo, por ver no se paga. Todo a precios inalcanzables. Seguí mi recorrido en tiendas menos ostentosas, hasta que terminé en una pequeña bodega de instrumentos musicales unas diez calles más adelante. Resignado ya a que no tenía mucho para elegir, pregunté:
—Estoy buscando un bajo eléctrico, y dispongo de mil doscientos pesos. ¿Para qué me alcanza?—
Señaló una guitarra de juguete pequeña, de ésas como las que venden en la Ciudadela, que dicen "Viva México", y tienen los colores patrios pintados con aerosol.
Fue demasiado para mi orgullo. Primero, porque en realidad según mis (alegres) cuentas, disponía yo de un máximo de mil pesos, no mil doscientos; y segundo porque aunque había dejado de ser una obsesión, quería hacerme de mi propio bajo antes de 'salir' del mundo de la música.
Justo al final de mi adolescencia me hice ese cuestionamiento de honestidad que ante las bifurcaciones que la vida nos plantea todos solemos hacernos: ¿Tengo talento, capacidad y vocación para vivir de esto? Durante algún tiempo estuve renuente a aceptarlo, pero conocía bien la respuesta. Tiempo después, y ya con mi decisión vocacional tomada hacia un camino algo alejado de la música, conseguí un trabajo como peistopista(2) en una revista. Resistí (como sólo los estudiantes saben hacerlo) ese retraso de 3 quincenas que burocráticamente existe en la nómina de las instituciones del gobierno. Y cuando al fin cobré, se me metió en la cabeza que usar el dinero ganado en un trabajo relacionado con la elección vocacional tomada para adquirir un instrumento 'representativo' de la elección no-tomada, era una buena forma de cerrar el círculo. De cualquier manera, tenía montón de ganas de tener un bajo.
—Bueno, muchas gracias— dije con resignación, y salí de aquel changarro. Me senté un momento justo junto a una cortina metálica cerrada en la acera de enfrente para descansar los pies y reflexionar sobre lo infructuoso de mi recorrido. Unos minutos después, una camioneta pequeña se estacionó a unos metros de donde yo estaba, y sus dos tripulantes, un señor y un joven comenzaron a bajar cajas con equipo de audio. Retiraron el candado de la entrada, así que me quité para no estorbar.
—Ahí estás bien—, dijo uno de ellos. —Nadamás voy a bajar unas cosas, no voy a abrir el local.
Siguieron metiendo cosas a través de la pequeña puerta de la cortina; las últimas cajas ya eran más chicas, y cargaban las más que podían con afán de terminar pronto. En una de esas vueltas, el señor hacía malabares para entrar sin tirar su carga, así que decidí echarles una mano. Durante la conversación casual que surgió mientras ayudaba, el señor contaba que se habían ido a no sé dónde, a recuperar un contenedor de no sé qué, pero que el agente aduanero no sé cuánto, y que (en resumen) traían un montón de equipo e instrumentos que tenían que vender rápido para recuperar su inversión.
—¿Hay bajos?— me animé a preguntar.
—Hmmm... Creo que sí, déjame mirar. Sí. Tengo este. ¿Te interesa? Vas. Dame novecientos pesos y es tuyo.
Lo ví. Lo revisé. Lo tuve en mis manos. Un bajo color... demonios. ¿Crema nacarado? ¿Blanco amarillento con brillitos? Un color algo pinchurriento pero, ¡Da igual! ¡Es un bajo y sí me alcanza! ¡Lo quiero! Como me lo temía, sólo aceptaban efectivo, así que les pedí que me esperaran mientras iba a buscar un cajero automático. —Un estudiante no puede pagar lujos innecesarios como comisiones bancarias por uso de cajeros de otro banco—, por lo que tuve que preguntar y correr hasta dar con el que me correspondía. Volví al local con el corazón agitado de la emoción y de la carrera. Pero el bajo ya no estaba.
—¡Pancho! ¿Dónde está el bajo que estaba acá junto a los Peaveys?
—No sé, creo que lo puse atrás del rack de los bafles...
Qué desastre. Naturalmente no iban a reacomodar esos enormes y pesados bafles sólo para sacar un instrumento del que casi casi se estaban deshaciendo, así que —y como disculpándose— el señor dijo: —Tengo acá uno igual, pero en color negro. ¿No hay bronca? Traté de no lucir demasiado emocionado para evitarle al señor la tentación de subirle el precio. ¡Qué cosa más hermosa! La buena suerte no terminó allí: El cajero automático me había entregado cinco billetes de doscientos, así que le dí mil pesos. —¿No traes cambio? Ufa, es que yo no traigo nada.— Lo meditó un poco, y dijo —Órale, chavo. Me caíste bien. Y me regresó doscientos.
Por un instante sentí ganas de pasar con mi reluciente bajo negro al local de enfrente a comprar unas plumillas y un tahalí, y de paso presumirle mi adquisición al mamón del dependiente que un rato antes me había ofrecido la guitarra de adorno; pero la verdad es que sentí innecesaria semejante payasada. ¿Mencioné que estaba muy contento?
...
Uso el Fender que mi sueldo de jefe de producción en un despacho de diseño me permitió tener varios años después para las cada vez más esporádicas reuniones con el resto de los integrantes de mi antigua banda. Es un instrumento fino, lindo y sofisticado. Conservo también mi bajo negro, el de ochocientos pesos que conseguí con suerte en el centro, al que iba abrazando y acariciándole las cuerdas cuando iba con él en el metro camino a casa. Ese que me recuerda muchos buenos momentos, y que todavía hace vibrar mi estómago cada vez que me regala un blues.
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1) El avezado lector podrá darse una idea de cuándo esta historia ocurre, por el sólo hecho de recordar cuando el eslogan del banco del logo del águila era simplemente "venga a ver a Serfín"
2) Otra pista temporal: En aquel entonces, las computadoras no eran omnipresentes en el diseño editorial, y había que hacer galeras y paste up manual. De ahí el nombre del oficio.
2) Otra pista temporal: En aquel entonces, las computadoras no eran omnipresentes en el diseño editorial, y había que hacer galeras y paste up manual. De ahí el nombre del oficio.
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