17 abril 2010
(por Genrus )

La inocencia y los 80s.

En uno de esos caprichos del azar, encendí la radio, y sonaba The power of love. Sentí un irrefrenable deseo de subirme a un DeLorean, y volver a los 80s.

Hay una parte de la historia —la escrita por los historiadores—, que habla de los acontecimientos principales, de las geografías y las políticas, del arte y la sociedad. Paralelamente, las juventudes van construyendo eso que después se llama cultura.

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Los sesentas: minifaldas y anticonceptivos.
Los setentas: drogas recreativas, haz el amor y no la guerra.
Los ochentas: autos, moda y rock and roll. (Uo-uo)

Los sesentas trajeron una necesaria ruptura a la rigidez de los modelos de pensamiento que prevalecían entonces. Los ideales iban en ascenso. No es casualidad que en todo el mundo hayan surgido movimientos sociales y culturales con raíces y metas casi idénticas; al grito de la imaginación al poder, los jóvenes salieron a conseguir libertad. Y una vez ganada, decidieron probar sus placeres y sus excesos durante la década de los setentas; se llegó entonces a la cima de la parábola, y el inevitable cuesta abajo durante los ochentas y noventas. Pero para los que vivimos esa época, fue como descender de una montaña rusa: lejos de pensar en decadencias, simplemente alzamos los brazos y gritamos felices, inocentes.


Eran tiempos de guerra fría: la amenaza nuclear generaba tensión, aunque finalmente nadie se animó a apretar el botón rojo. El accidente de Chernobyl alertó a la humanidad sobre los peligros de ponerse a jugar con los átomos. La guerra entre Irán e Irak superó el millón de muertos, y las dictaduras militares latinoamericanas comenzaron a caer, como también cayeron el socialismo, el muro de Berlín, la Unión Soviética. Algunos decían que el SIDA era el castigo divino a toda la promiscuidad sexual que inició la década anterior, mientras Madonna cantaba Like a virgin. África padece una hambruna terrible, y los 'artistas del mundo' (Michael Jackson negro incluído) cantan en coro we are the world, y venden montón de playeras.

Oh, girls just wanna have fun, cantaba desenfadada Cindy Lauper —la Gloria Trevi región 1—, y creo que sin pretenderlo, esa frase define mucho de la actitud ochentera: ¿Sabes qué? Sí. Hay un montón de problemas en el mundo, se que tenemos la tarea de finiquitar los ideales sesenteros de nuestros padres, pero por lo pronto, we just wanna have fun. Siempre sonríe, y la fuerza estará contigo.

—¿Pero cómo rayos le cambiaban a la tele cuando no había control remoto?— me preguntaba azorada Valentina, para quien el zapping y el zipping son lo más natural del mundo. Ni antes ni después de los ochentas la caja idiota tuvo nunca tanta influencia en la cultura, tanta credibilidad y capacidad de manipulación. A pesar de contar con unos cuantos canales, el rey midas televisivo permitió la proliferación de grupos prefabricados, ideales esterilizados y empaquetados, y formas de pensar convenientes para el establishment y seguros para las buenas conciencias. Una audiencia virgen, expectante y sin compromiso aparente. Claro que también existían movimientos contraculturales y gente que escuchaba Rock101 en vez de a la Banda Timbiriche, pero vamos. Si lo dijeron Jacobo Zabludowsky, Guillermo Ochoa (el conductor, no el portero), o Raúl Velasco, seguro es verdad. ¿Publicidad y mensajes subliminales? Anda ya. No hacen falta. Fuimos zombies por decisión propia, podíamos tranquilamente hipotecar nuestra conciencia a cambio de unas entradas para el cine. Éramos inocentes, insisto.

Aunque los niños ochenteros usábamos los pulgares más para hacer palomas y calacas con las canicas que fatalities en los videojuegos, asistimos con singular alegría al nacimiento de éstos. ¿Ver a dos ninjas pelear hasta sacarse las entrañas? Un ser amarillo perseguido por fantasmas, o una nave enmedio de los asteroides significaban suficiente aventura. No teníamos tantos ideales, pero éramos más soñadores. Al final de la década, con la caída de los regímenes socialistas de Europa Oriental, recuperamos un poco la conciencia social; despertamos y nos asustamos un poco al pensar que el incipiente fin del siglo traería cosas menos divertidas que los autos y las patinetas voladoras. Me encantaría concluír que fuimos una generación que nunca dejó de soñar del todo, pero tristemente debo corregir y afirmar que somos una generación que no ha dejado de comprar sueños ya hechos. Fuimos inocentes, insisto.