30 enero 2010
(por Genrus )

México-Tlatelolco: Un espacio para la memoria. »


“Si han de entrar en tierra de guerra primero aprenden el lenguaje de aquella gente, y toman el traje de ella, para que no parezca que son extranjeros sino que son naturales”.
Sahagún (ibid., pp. 67-68)

Según se avanza con rumbo norte, el Paseo de la Reforma va dejando de parecerse al sueño de Don Porfirio. Hay que doblar a la izquierda sobre la ribera del eje 2 norte. El que antes fuera un muro de serpientes, ahora simplemente es una valla peatonal que cuida a los transeúntes de la furia del arroyo vehícular sobre Manuel González.  Hay que cruzar la pluma antes de atracar al pie del Sitio de Cuautla. La primera sensación al entrar al edificio es inequívoca; ni en el vestíbulo ni en el ascensor que conduce al penúltimo piso han terminado los años sesenta. A la sombra, el interior es blanco y negro. Y por los reductos donde el sol se cuela, las imágenes son como de una polaroid, y demoran un poco antes de aparecer con su tibia palidez.


El departamento de Norma es pequeñito; lo ha comprado hace no mucho, y poco a poco lo está poniendo confortabilísimo. Tiene un sofá cama un escritorio y un comedor con 4 sillas. Cuenta con electricidad y agua corriente, y aunque la cafetera derrama un poco, funciona sin problemas. Aún no hay cortinas, así que sólo hace falta caminar hacia la ventana para tener una vista muy amplia del conjunto.

Como Don Quijote y Sancho, los edificios Chamizal y Aguascalientes se yerguen hacia el poniente. A continuación, el frontón del teatro Isabela Corona. Por detrás del edificio del IMSS, se asoma el campanario de la Iglesia de Santiago Tlatelolco, que sin embargo luce mínimo ante la enormidad del que antes fuera el edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores; luego, la silueta borrosa de la Torre Latinoamericana nos recuerda lo lejos que queda México-Tenochtitlán. Hacia el suroriente, y por detrás del interminable Tamaulipas, Un Cuauhtémoc altivo y desafiante resguarda la frontera tlatelolca, junto a los huecos sobre los que alguna vez se levantaron el Puebla y el Jalisco. Y hacia el otro costado, El Veracruz, el Coahuila y el Zacatecas extrañan siempre al Oaxaca, otro de los caídos en 1985.

Aquí las piedras no son simples testigos de la historia. Son sangre y argamasa de una fortaleza irreductible. Cae la noche sobre Nonoalco-Tlatelolco. Silenciosos, los ángeles llegan.

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Los ángeles nuevos no bajan del cielo: salen de las piedras; sus movimientos son torpes y se ayudan unos a otros a ponerse de pie. Son ángeles jóvenes, mezcla de asfalto y piedras.
Edgar Clément - Operación Bolívar

Con las piedras que levantaron los llegados de Aztlán, hicieron suyo el lugar del montículo de arena, al que llamaron Xaltelolco. Y desde entonces compartieron su destino con Tenochtitlán. Ciudades vecinas, a veces rivales, pero hermanas por siempre. Las piedras de Tlatelolco siguen allí; con restos de la sangre derramada del pochteca de 1340, del tlatoani de 1521, del estudiante de 1968, del inquilino de 1985. A golpe de antorcha, de cañón o terremoto, la ciudad fue derribada más de una vez, y más de una vez se levantó. Tenochtitlán perdió su nombre y su grandeza; Tlatelolco en cambio, supo permanecer.

Tenía mucho tiempo sin venir. El departamento fue de mis abuelos, y sus hijos —mis tíos— lo habitaron en diversas etapas y ocasiones. Amén de la discusión en donde cada uno jura que lo tuvo más chingón que los demás, Norma lo está convirtiendo en un oasis, un refugio para darse a la tarea de escribir y de pensar. Es preciso perderse en el laberinto de pasillos techados; más que los —así llamados— "lugares de memoria" que ostentan una placa, son los muros salpicados de historia, de graffiti, y pegatinas que anuncian con su grito silencioso que Tlatelolco vive. Como en la Operación Bolívar, es preciso el ejercicio de la memoria para no empobrecer la grandeza de nuestro legado. Muero de ganas por leer las historias que Norma escribirá desde este sitio. :)