12 diciembre 2009
(por Genrus )

Ilustradores »

El sol de la tarde se ocultaba tras las cúpulas de la Iglesia de San Cayetano, y el bullicio sobre Av. Montevideo anunciaba el ocaso venidero. Hacía unos minutos que habíamos dejado de entintar nuestros dibujos. El sobre con el trabajo de el artista había sido recibido en las oficinas del Conaculta, y para cuando nos avisaron, la Yamaha de 50cc de nuestro intrépido mensajero ya se abría paso ruidosamente entre todos los caminos que llevan a San Ángel.

Negándose rotundamente a entender lo que "día de cierre de edición" significa, nuestras respectivas novias esperaban impacientes en el recibidor nuestra hora de salida. León pasaba por el escáner las últimas láminas, mientras yo les ajustaba la resolución. Sin esa presión, aunada a la mirada inquisidora de Isela sobre nuestros teclados, quizá habríamos podido intercambiar opiniones sobre el trabajo del artista; aunque no hubiera realmente necesidad.

—Ni pedo, Juan. No somos ilustradores. Somos diseñadores que ilustran— dijo León lacónicamente mientras tomaba sus cosas y solayaba los crecientes reclamos de una novia que llevaba un par de horas esperando...
Distinguir al pintor del diseñador (gráfico) es relativamente sencillo; a muy (pero muy) grandes rasgos, lo subjetivo de la necesidad de expresión del artista, contrasta con lo específico del mensaje concreto que el diseñador debe ocuparse de transmitir con claridad. Los ilustradores están exactamente el punto intermedio, de allí que no sea extraño ver unos y otros ilustrando de cuando en cuando. Lo verdaderamente difícil de ver, es a ilustradores de oficio, ilustradores que ilustran. Según la RAE, Ilustrar es 'dar luz al entendimiento'; y en ese propósito tan extenso y tan abstracto, un texto ilustrado debería ser como una pareja de enamorados bailando. Claro que para la ilustración no es lo mismo bailar al compás de un texto científico, que de una poesía o un ensayo.

Armar una página con imagen y texto es una labor que a priori parece rutinaria, y resulta inverosímil lo complicado que a veces resulta. En el discurso de la imagen, tenemos cosas como línea, forma, color, peso, espacio, y cualquier elemento del lenguaje visual al que estamos familiarizados. Al lado, y sin más posibilidad de manipulación que lo puramente tipográfico, tenemos por ejemplo la poesía, tan llena de tropos y figuras muy lejos de nuestro alcance.

Quizá sea el hito de las más de mil palabras que debe valer la imagen lo que más nos condiciona y genera (a veces falsas) expectativas. El diseñador que ilustra, aísla los elementos reconocibles del texto, y trata en lo posible de retratarlos.  Repite la canción con sus trazos, y el resultado suele ser tan molesto como el sonsonete de esos cronistas deportivos que simplemente nos describen lo que nosotros mismos estamos viendo en la pantalla. El artista en cambio, más libre de ataduras, suele verter el caudal expresivo de sus necesidades y el resultado es como ponerle play a dos discos diferentes: discursos simultáneos que es imposible percibir como un todo, y que en ocasiones no sólo no armonizan, sino que se estorban.

La repentina decisión de un microbús que circulaba por el primer carril de Insurgentes de dar vuelta a la izquierda en Paseo de la Reforma, interrumpió un instante mis cavilaciones.  —Sólo está buscando pasaje—, dijo mi novia. Y sí. La realidad ontológica del microbusero buscando pasaje, es tan oprobiosa como la del el artista clamando su necesidad de espacios dentro de las publicaciones culturales, o la del diseñador buscando ajustarse a la diagramación. Y en este entendido, los ilustradores brillan con luz propia; como alguna vez lo describiera Abel Quezada, su verdor es tan intenso, que los hace distinguirse del resto. Los hace expresarse en un lenguaje limpio, sin las molestas consideraciones y artilugios contextuales. Y cuando tienen esa faciliad para armar de la nada una armonía, se vuelven irremediablemente mis ilustradores favoritos.

Al día siguiente, León y yo charlábamos de cualquier otra cosa, o quizá planeábamos un ataque de clips y aviones de papel al cubículo de los contadores, quienes siempre parecían molestarse con nuestras actividades lúdicas. Para cuando el viejito se exasperaba y nos reportaba con la jefa, yo fingía demencia delante de mi computadora; pero León, sigiloso y armado con una pistola de silicón, se atrincheraba tras su escritorio. Él fue siempre más valiente. Mientras yo no supe renunciar a la seguridad de las retículas, los pixeles y el undo, León prosiguió su camino como ilustrador. Y se ha vuelto bastante bueno. Me da muchísimo gusto ver su trabajo publicado. Ahora lo entiendo todo. Tener un amigo llamado León, hace que den ganas de escribir El Principito.