26 junio 2010
(por Genrus )

¡Penalty!

Erick apisonó la tierra con el pie. Puso el esférico como si fuera un huevo delicado sobre la improvisada marca a sólo once pasos del gol. Miró el rictus de dolor de su hermano, quien aún no se levantaba del suelo. Los jugadores del San José Buenavista, seguían reclamando airadamente la decisión, pero no había gran cosa que objetar. Carmelo era un defensa implacable, cuya barba cerrada y presencia física no dejaban duda de que tenía bastante más edad que los 17 años que permitía esa liga. Debía el apodo a su parecido con el entonces famoso luchador Carmelo Reyes, “Cien Caras”. Pero en ese contragolpe se había visto superado, y optó por barrerse directamente sobre los tobillos de Silvestre, levantándolo por los aires. La decisión estaba tomada. ¡Penalty!



En vez de caminar hacia atrás, dio media vuelta, y andó unos pasos hacia el borde del área; Sólo el árbitro sabía cuánto faltaba para que terminara el partido, pero Erick estimó que serían 2 ó 3 minutos, como mucho. —¿Vas tú?— se acercó a preguntar Enrique, apoyando la mano sobre su hombro. Enrique fue siempre una suerte de ‘arma secreta’. Gordito y medio zambo, ningún delantero rival se tomaba muy en serio a un central con esas características. Una y otra vez, suplía su lentitud para correr con una increíble intuición para posicionarse y desbaratar cualquier cantidad de jugadas enemigas; además, le pegaba al balón con una potencia y una precisión inusitadas. Los arqueros solían incluso sonreír al ver perfilarse a semejante oso panda a cobrar los tiros de falta, y la gran mayoría quedaban atónitos cuando tenían que sacar el esférico del fondo de su cabaña.

—Sí. Si voy— Dijo Erick serenamente.

El Jerry alzaba los brazos, bailoteaba sobre su portería, y señalaba desafiante el lado derecho con su guante. Un gran arquero, sin duda. Quizá el único integrante de la liga juvenil con verdaderas posibilidades de jugar profesionalmente. Su sudadera era de un deslumbrante tono amarillo, y de la misma marca que el resto de su indumentaria. Él era el hijo de mami, el que llegaba en su motocicleta a los partidos, y el único inscrito en la escuela del club de la Primera División nacional que tenía sus instalaciones a un lado de la carretera vieja a Tepotzotlán.

Esa vieja broma de que al Necaxa sólo lo iban a ver las familias de sus jugadores, perdía todo sentido durante durante el verano. La escuela de fuerzas básicas del Club abría su convocatoria para probarse como jugador, y se atiborraba de solicitantes. Los hermanos López-Meza, Silvestre y Erick, al igual que casi todos en el barrio, acudían año con año a esos partidos. Silvestre con la ilusión de ser al fin descubierto, Erick por el puro gusto de jugar en canchas tan paradisiacas; de un pasto verdísimo y tan parejo como paño de billar; podías barrerte o tenderte de palomita, sin temor a encontrarte vidrios o clavos oxidados en tu caída. Líneas perfectamente delineadas que impedían cualquier discusión, y balones que no dejaban marcas en la piel si accidentalmente te golpeaban. Y aunque nunca consiguió ninguno, la sola idea de marcar un gol en una portería con una red tensa y sin agujeros, valía por sí misma las dos o tres horas de fila que había qué hacer para obtener una ficha para la sesión de pruebas. Había que presentarse el día señalado muy temprano, con uniforme blanco, y esperar el turno de entrar a jugar. —Chavo, no puedes jugar sin espinilleras— le advertían siempre los coordinadores a Silvestre. Pero a él verdaderamente le estorbaban. Detestaba tener que usarlas porque según decía, las piernas se le volvían torpes. Y realmente nunca las usaba. En todo esto pensaba Erick cuando se perfiló al borde del área, apoyó un instante las manos sobre sus rodillas, miró sus propias espinilleras, y de reojo a su hermano quien no lograba todavía incorporarse.

Empujones, gritos y algunas patadas habían comenzado a repartirse ya por todo el campo. El árbitro trataba de devolver la calma; hablaba, gesticulaba y hacía sonar su ocarina a cada connato de pelea, pero no mostró más tarjetas que la primera y evidente roja directa. Todo mundo sabía del pleito épico que protagonizaron el San José Buenavista y el Atlético Atlamica a principios de la temporada, que terminó con gente en el hospital, destrozos y venganzas ulteriores extra-cancha, así que el silbante se limitó a señalar lo que había que señalar. —¡Eso me gano por jugar con jotitos!— vociferó Carmelo. Se quitó la camiseta, y escupió muy cerca de donde estaba Silvestre, antes de abandonar finalmente del campo.

Erick no era especialmente bueno tirando penalties. En su memoria seguía ese juego de la temporada anterior, donde había fallado su turno en la serie definitiva desde los once pasos, y en la que Camioneros de Zumpango avanzó con tanteador final de 17 a 16. No había podido contener las lágrimas en aquella ocasión. —Ya, carnal. No se agüite. Acuérdese que el futbol da revanchas—, le consoló Silvestre con tono fraternal, aunque le costaba mucho ocultar su frustración por la derrota. Nunca antes el equipo había llegado tan lejos, y como en ninguna otra ocasión, había sentido la gloria tan de cerca. Pero todo fue diferente esta temporada. Algunas derrotas inexplicables, empates derivados de fallas de concentración absurdas en los últimos minutos, y un par de escandalosas y desmoralizadoras goleadas tenían sumido al equipo en las últimas posiciones, ya sin aspiración alguna. El contundente 4-0 que San José Buenavista había logrado como visitante en la primera vuelta, hacía suponer a todo el mundo que hoy tendrían un día de campo jugando en casa; necesitaban ganar por al menos 2 goles, para amarrar el liderato que fueron alternando toda la temporada con los Chimecos FC, de Infonavit Norte. Enfocados en su objetivo, arrancaron con un ritmo vertiginoso, tocaron eficientemente el balón, coparon todo el terreno. No habían transcurrido 3 minutos, cuando una serie de paredes en los linderos del área dejaron habilitado a su nueve, quien no tuvo otra cosa que quitarse al portero, y tocar suavemente al fondo para el 1-0. Todo transcurría según el guión. Parka era un tipo muy nervioso. Hacía atajadas espectaculares y se comía goles inverosímiles con la misma facilidad. Volvía loco al entrenador cada vez que se sacaba los guantes a medio partido para comerse las uñas. No había tenido nada qué hacer en el gol, pero a partir de allí, estuvo o más concentrado, o más afortunado que nunca. Y aunque aquello parecía más una práctica de tiro al blanco que un juego de futbol, con el transcurrir de los minutos los jugadores de Buenavista fueron cayendo en la desesperación: el tan ansiado segundo gol, simplemente no caía.

Erick, convertido en un defensa más, rechazó como pudo el enésimo centro que amenazaba su área, y el balón salió desviado hacia zona de nadie. Enrique fue tras él con sus característicos pasos cortos; bastaba verlo correr, para dar por un hecho que el esférico abandonaría el campo por la línea de banda. Sin embargo, Silvestre, ya medio desesperado por no haber tenido una en todo el partido, intuyó la situación, y arrancó a toda velocidad hacia campo contrario. Enrique alcanzó el balón, calculó la trayectoria de su compañero, y le puso un preciso pase de 40 metros; Silvestre controló con clase, y se metió al área. Se aprestaba a fusilar al guardameta, cuando sintió un fuerte dolor en los tobillos. Después, todo se puso oscuro.

Conseguir un punto más esta temporada no iba a hacer gran diferencia; sin embargo, convertir el penalty ofrecía la satisfacción de igualar ante un equipo tan fuerte como Buenavista, y de paso, el gustito de arruinarles el festejo en un juego que ellos daban por ganado desde el comienzo. El árbitro dio el silbatazo. Erick enfiló hacia el área con la vista clavada en el balón, y disparó. ¡Poste!

La estimación de Erick estaba equivocada. Quedaban aún 9 minutos por jugar. Silvestre no pudo continuar, y no había suplentes. El vendaval de Buenavista arreció, y no pasó mucho tiempo para que consiguieran el ansiado 2-0, e incluso el 3-0, ya en los minutos de compensación. Para cuando se señaló el final, Carmelo había olvidado su enojo, y se unió a la celebración del campeonato con el resto de sus compañeros.

...

Paty prepara chilaquiles, y manda a Emmanuel a la tienda por unos refrescos. —Anda, que tu papá y tu tío siempre llegan medio muertos de hambre de su partido. Con el mismo uniforme amarillo de toda la vida, y luciendo prominentes panzas cheleras, Erick sabe que el futbol siempre da revanchas, y por eso no ha dejado de jugar domingo a domingo, desde hace 15 años. Silvestre llegó —como siempre—, con la piernas amoratadas. Si de chavo no había modo de convencerlo de que usara las espinilleras, mucho menos lo hay ahora.