15 mayo 2010
(por Genrus )

El llanto de las rejas. (Parte 1) » » »


Era quizá la una de la mañana cuando zigzagueando entre putas y contenedores de basura, me detuve frente al número 44 de Joaquín Costa. La pequeña mica en la entrada confirmaba que esa era la dirección de el Gato arrabalero, un nombre verdaderamente ad-hoc. No hubo necesidad de llamar; la pesada puerta de madera estaba entreabierta. El quejido de las gastadas bisagras hizo eco en ese vestíbulo apenas iluminado por la tenue y parpadeante luz que se colaba de una vieja balastra colgada 4 pisos más arriba.

A tientas por la escalera, llegué al segundo piso. La chica del recibidor se fumaba un cigarro sin filtro y estaba tan absorta en su lectura, que me dio la impresión de que no notó mi presencia.

—¡Buenas noches!—, saludé. No recibí respuesta.

Por alguna extraña razón cultural, muchos mexicanos tenemos el defecto de ser demasiado... ¿Cómo decirlo? ¿Protocolarios? En vez de hacer preguntas directas, saludamos, disculpe asté, de casualidad tal cosa, etc. Quizá por eso es que el modo en que a veces se dirigen a nosotros otros hispanoparlantes, nos resulta hosco, golpeado.

Mientras ordenaba mis ideas, no pude evitar recorrerla con la mirada; el mechón rojo intenso de su cabello, sus labios y uñas pintadas de negro; demasiados piercings y algunos tatuajes que se dejaban ver bajo la tela traslúcida de su blusa negra y sus medias de red terminadas en unas toscas botas con casquillo y estoperoles.

—Buenas noches— repetí, esta vez haciendo énfasis en que era a ella a quien me dirigía. —Estoy buscando a Gabriela Reyes. Quedamos de vernos aquí en la noche y quisiera saber si llegó ya.—

Sin mirarme, respondió: —Allá hay una libreta de tapa guinda con los nombres de las personas han venido aquí. Si se anotó, está. Y si no, junto al mingitorio hay un teléfono de monedas.—

—¡Gracias, qué amable! —
Pinche vieja mugrosa—, pensé.



I.
Eran las 9 de la mañana de una semana antes cuando Gabriela me llamó desde París. Estuvimos más de una hora al teléfono. Yo sentía algo de apuro por el tema de la larga distancia, aunque a ella parecía no importarle. Hablábamos de cualquier cosa, pero la sentí nostálgica; tras varios años de una relación que sostenía no sé si por amor, costumbre, trabajo, o una mezcla caprichosa de todo eso, había decidido separarse. No le fue fácil. En su proceso de alejarse de todo, cambió de teléfono, de casa, de hábitos y horarios, hasta que finalmente decidió vender su Chevy y algunas cosas de su recién desmontado departamento, y marcharse a Europa unas semanas.

—Oye, no es que no me de gusto que me llames, pero la larga distancia...
—Yo estoy pagando la llamada, ¿ok? Así que deja de fastidiar con eso.
—De acuerdo, pero ¿Sabes? también tengo mucho trabajo pendiente, y me estoy atrasando. ¿Qué te parece si conversamos luego?
—¿Por qué no tomas un avión, y vienes?
—¿Qué dices?
—Eso. Toma un avión, y vente para acá. Mañana me voy a España; vuelo a Madrid, y luego recorreré la costa sur hacia Italia. Podríamos vernos en Barcelona.
—Estás loca si crees que voy a ir...


II.
Mientras hurgaba en mis bolsillos buscando monedas para el dichoso teléfono, sonó mi celular.

—¿Bueno? ¡Hola! Oye, qué crees. Apenas vengo llegando de Valencia, estoy en la terminal de autobuses. ¿Dónde estás?—
—¡Estoy en Gat Raval, donde quedamos de vernos!
—Bueno, dicen que el Barri Gothic está a no más de 15 minutos de aquí, así que pide una habitación en lo que llego.

Revisé cuanto efectivo traía, y me acerqué de nuevo al mostrador. Adivinando mis intenciones, y sin apartar la mirada de su revista, dijo:

—Ni lo pienses, tío. Estamos llenos.
—Ufa. ¿Conoces algún lugar por aquí cerca donde nos podamos quedar 2 personas?
—Junto al teléfono hay un directorio.
—Gracias de nuevo, ¡Qué linda!—

Dimos con un lugar que estaba a unas calles de allí. Al dueño de la posada le extrañó que quisiéramos una habitación con dos camas; dijo que era más cómodo usar una doble que juntar dos individuales, pero al final nos consiguió una. Nos dio un juego de llaves, os quedáis en su casa, y volvió a su somier. Eran casi las 3 de la mañana, y el estómago apretaba, así que salimos a buscar algo de cenar. No recuerdo cuánto pagamos por un par de cervezas, unas tapas reblandecidas y algo de arroz que se había quedado pegado en la cacerola, pero me pareció muchísimo. Maldije todo el camino de regreso a la posada.

—Chingao, esto fue un robo en despoblado. Ni siquiera lo quiero convertir a pesos mexicanos porque más me voy a encabronar. Nada más porque ya me cagaba de hambre.
—A mí también me da gusto verte—, dijo Gabriela con una sonrisa.