17 julio 2010
(por Genrus )

para leer a Langagne. »

Aunque ningún estado emocional en particular es requisito, con la poesía ocurre un poco lo mismo que con la bebida: se antoja según la actividad reciente, la hora del día, el clima o la compañía. Una cerveza en una tarde calurosa, a Benedetti cuando se está con añoranza; un tequila para entrar en calor, a Sabines cuando la herida todavía duele; un whisky para una charla profunda, a Gabriel Zaíd para el interludio; un vino dulce para una comida breve y exquisita, a López Velarde para purificar el pensamiento. Hay en todo ese menú un par de libros de Eduardo Langange que me sirvo cuando tengo antojo de un ron con sabor a nostalgia y a madera de roble.




La nostalgia ya no es lo que era antes.
(¿a que es buenísima esta cita?)


Dada la cercanía de los nexos familiares, de algún modo u otro, siempre he tenido a la mano libros de Eduardo Langange. Claro que Eduardo tiene la prudencia de no hablar sobre sus libros en las reuniones familiares, y si acaso regala uno ó dos ejemplares de los que le sobraron del coctel de presentación —la filia no es para hacer relaciones públicas—. Fueron un buen modo de acercarse a la poesía, y no morir en el intento.

Tenía diez ó doce años cuando leí Donde habita el cangrejo por primera vez. Por esos años, yo estaba convencido de que la poesía debía rimar, y me extrañó muchísimo no encontrar rimas en un libro de poesía. También en aquel entonces creía que si algo estaba en un libro, forzosamente debía ser verdad, así que pregunté directamente al autor: ¿Por qué tus poemas no riman?

Una guitarra, un metrónomo, y una explicación sencilla (casi poética) sobre métrica y armonías que en su momento calmaron mi inquietud, y gracias a las cuales comprendí que no es necesario saber de poesía para apreciarla, como tampoco se necesita saber de música para disfrutarla. Con esa tranquilidad, leí Navegar es preciso, un libro donde Eduardo hace ver muy fácil dirigir un barco en línea recta, pero que una segunda lectura resalta los precisos golpes de timón de un capitán aventurero y experimentado, que lleva a cabo con soltura esa tarea.

Algunos años después, Cantos para una exposición ganaba el premio de Poesía de Aguascalientes, tal vez el más prestigioso certamen de dicho género del país. No sé si fue porque puse en él demasiadas expectativas, pero lo cierto es que fue un libro que me decepcionó bastante; o mejor dicho, que desconocí bastante. Fue como visitar su casa y encontrar acrílico en vez de madera, concreto en vez de argamasa, aluminio anodizado en vez de hierro forjado, coca zero en vez de agua de horchata...

Necesito abrir un paréntesis. El Diablito es mi disco favorito de los Caifanes, porque además ocurre en el apogeo de la banda; en El Silencio en cambio, aunque técnicamente me parece un mucho mejor disco, la banda había llegado a un grado tal de madurez, que dejó de suplir sus imperfecciones con ímpetu, como en los discos anteriores. Sin quererlo, añadiendo calidad perdieron encanto (una analogía sobre los Beatles hubiera encajado mejor, pero los de Liverpool no me son contemporáneos, y eso le restaría credibilidad).


&
Ya te hablé de los campos de fresas | Ya sabes, el lugar donde nada es real...
Mirando a través de los tulipanes inclinados | Para ver cómo vive la otra mitad | Mirando a través de una cebolla de cristal




De el disco llamado The Beatles, —y conocido popularmente como "El Álbum Blanco"—, se dice que es una respuesta juguetona, casi burlona de Lennon a todas las críticas recibidas por sus trabajos anteriores, llenas de mensajes ocultos y alucinaciones setenteras. Aunque después del citado premio escribió otras cosas, no parece una casualidad que Eduardo haya elegido ese mismo nombre, El álbum blanco, para otro de sus libros, casualmente el siguiente que leí. Si fue una respuesta a la crítica, un regreso a los orígenes, un intempestivo golpe de nostalgia, todas o ninguna de las anteriores, no lo sé. Pero en ese libro volvieron los personajes conocidos, los momentos habituales, los olores a madera, mojados como el casco de una vieja barca tras un largo recorrido. No tiene, como los otros la energía de la juventud, pero tiene un grado exacto de experiencia en aquellos sitios donde ha faltado ímpetu.


Y como la línea de la nostalgia posee muchos meandros, Eduardo prosiguió con Otra cebolla de cristal, un libro (de portada particularmente fea, como casi todos los buenos libros) de cuentos de una época donde aún sonaban los Beatles, pero también Camilo Sesto; donde se construían las nostalgias del presente que ahora se narran con melancolía, y donde el amor, el desamor y todos esos enigmas de la condición humana hicieron a una generación lo que es ahora, como un recordatorio de lo que nosotros seremos después, cuando nuestro presente termine de fraguarse, se nos vuelva un recuerdo, y nos muestre el camino recorrido tras de nosotros.


En Palabra Virtual, El Álbum Blanco, de Langagne en PDF.